
-¿Se puede? ¿Qué haces?
-Los deberes de Lengua.
-Ya queda poco para que cumplas ocho años, Bibi.
-¡Cinco días, papi!
-¡Ya sé lo que te voy a regalar! ¡Ya lo compré!
-¿Sí? ¿Y por qué no me lo das?
-Tenemos que esperar al propio día.
-¿Crees que me va a gustar?
-Mucho.
-¿Pero qué es?
-Adivina.
-Dame una pista.
-Contiene todo lo que más te gusta.
-¿Es una caja?
-Es más grande que una caja pero…caliente, caliente: se parece.
-¿Cabo yo dentro?
-Quepo.
-¿Quepo yo dentro?
-Claro que cabes y muchas más personas también.
-¿Es una casa?
-Puede.
-¿Un bosque?
-También.
-¿De secuoyas?
-Hay todas las especies de árboles: pinos de diez centímetros y magnolios centenarios.
-¿Hay animales?
-Hirviendo: ¡Muchos animales!
-¡Pero eso es imposible!
-No es imposible, espera y verás.
-¿Me darás el regalo en mi merienda de cumpleaños?
-No, te lo daré el viernes al mediodía, cuando regreses del cole.
-¡Pum, pum!
Mi padre siempre llamaba a la puerta antes de entrar a mi cuarto. Nadie más poseía delicadeza en aquel piso numeroso en gente, ruidos y disrupciones: aspiradoras, radiocasetes, lavadoras, batidoras, televisores, rings telefónicos, portazos, niños, adolescentes, canarios…hasta los vecinos del tercero b, cantantes líricos, filtraban sus ejercicios vocales por el patio de luces. Era difícil concentrarse. Papá tenía su clínica médica en el segundo así que, cuando por las tardes libraba algunos minutos entre paciente y paciente, subía a la vivienda en el tercero a leer el periódico y llamaba a mi puerta.
-¿Me regalarás ovejitas blancas como las de Norit?
-Sí.
-¿Y canguros?
-También.
-Pero están en Australia.
-No importa, te lo regalaré todo.
-¿Todo?
-Todo lo que te puedas imaginar e incluso más.
-¿Entonces también me regalarás las golondrinas, aunque sea invierno?
-Volverán las oscuras golondrinas.
Y durante los minutos libres de papá de aquella semana, nuestras conversaciones giraron en torno a aquel seductor regalo, que como todos los de su autoría, me carcomían de curiosidad por la literatura con que los empaquetaba. Yo pensaba en mamás canguro con marsupios y golondrinas políglotas que regresaban de atravesar los cinco océanos. Nadie mejor que papá para enardecer una contrarreloj: Ya no deseaba el regalo sino saber de qué se trataba. Y llegó el viernes diez de febrero. ¡Pum, pum! ¿Se puede? Me tiró ocho veces de las orejas y entró con una caja de regalo tan grande como yo. Para avivar mi sufrimiento, dentro, como matrioskas, se simbiotizaban cuatro cajas más pequeñas, incluso un paquetito de papel minúsculo que me entretuve en abrir y que contenía un grano de café.
-Pista falsa- dijo.
Las tres cajas grandes estaban vacías a excepción de la última, cuadrada, de un tamaño inusualmente normal, en el que cabría un balón. La rompí.
-¿Ves? Te lo dije.
-¡¿Papaaaá?!
-Contiene los cinco océanos, los siete continentes, ciento noventa y cinco países, doscientas veinte mil islas, ocho millones de especies animales, cuatro mil trescientos millones de personas…
Mientras papá seguía con su inventario, yo observaba ojiplática un mundano globo terráqueo azul, invadida por una fiebre de emociones que pendulaba entre la desilusión de mi ambición materialista y una admiración profunda por su cerebro.
-A ver si adivinas con los ojos cerrados en donde estamos.
Ocho, nueve, diez, veinte, treinta, cuarenta diez de febreros…Me hice mayor y no solo me recuperé de su interminable currículum de ocurrencias sino que me apropié de muchas de ellas, añadiendo otras muchas de mi propio magín, certificando que las manzanas nunca caen lejos del manzano; siendo mi padre el manzano y yo su fruto. Con la clarividencia que me dieron los años y con la savia de crecer en las ramas de un fértil árbol frutal, ahora sé que mi padre me regaló el mundo entero: la originalidad de su mirada, las metáforas con las que ensanchar la vida, la sagacidad de su niño interior.
Longitud 08º23’45.6” Latitud N43º22’16.86”.
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