La mejor profesora que quiero ser

Espero que la recompensa a tantos meses de estudio me llegue a finales de junio que es cuando se celebran oposiciones a Educación Secundaria. ¿Qué tipo de profesora quiero ser.?. Durante estos años de preparación he pensado a menudo en el gran muestrario de profesoras y profesores que he tenido desde que entré en un parvulario a los tres años. Lo curioso de todo es que apenas reparo en los conocimientos que esos profesores me transmitieron. Recuerdo someramente que el profesor Santos me enseñó a leer el reloj, que con la profesora Claudia hice mis primeras multiplicaciones y que con la profesora Varela diseccioné una rana en el laboratorio. Sí, creo que si fuerzo la memoria podría recordar el principal contenido adquirido en cada uno de los cursos. Sin embargo, lo que me marcó de cada uno de mis maestros no fueron sus lecciones teóricas o ejercicios prácticos sino la actitud en el aula con nosotros, su manera de comportarse. Gracias a eso sé todo lo que no quiero repetir con mis alumnos. No quiero clasificarlos de más listos a menos, no quiero ponerlos en evidencia delante del resto, no quiero hacerles pensar que no valen para estudiar, no quiero no saberme sus nombres, pretendo premiar esfuerzos y buenos comportamientos sin resultados, no quiero desnaturalizar los errores, deseo valorar a los alumnos con mejores resultados e implicarlos con los que no son tan afortunados, deseo motivarlos a todos y prepararlos para la vida. Quiero confiar en mis alumnas y alumnos, aprender de ellos, mejorar con ellos, hacerles pensar y sorprenderlos, convertirme en un ejemplo inspirador. Y para seguir este ambicioso camino de aprendizaje inclusivo del que yo también participe, entre mi nutrido catálogo de enseñantes, solo puedo fijarme en uno de mis maestros, Enrique, mi tutor entre los trascendentales nueve y doce años. Enrique creía, tal y como es cierto en cada niña y niño del mundo, que todos nosotros estábamos deseando saber más ayudando a que se manifestasen nuestras inquietudes naturales y talentos. Para él ninguno de nosotros fallábamos por tontos o listos. Enrique reflexionaba con nosotros sobre los asuntos de actualidad, nos acercaba a la biblioteca cada semana a coger un libro compatible con nuestros intereses particulares, se implicaba singularmente con cada uno de nosotros y nos convertía en un grupo cohesionado de pequeños ciudadanos. Enrique venía a clase en bicicleta porque era bueno para su corazón y porque no contaminaba, organizaba recogidas voluntarias de basura al aire libre, era donante de sangre y colaboraba con la cocina económica de la ciudad. He sentido el cobijo de su sombra a lo largo de mi vida: cada vez que me he implicado, cada vez que no he cerrado los ojos, cada vez que he seguido la pulsión de mejorar el mundo.

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